Ex libris
Viejas y nuevas lecturas
Ha muerto Pepín Bello. La muerte física de un genio del espíritu sólo debe servir para que la lentitud agónica de las horas se haga más insoportable. Nadie existió a quien se pudiera escuchar (aquí en L'Espagne) con tanto deleite, ningún orador, ningún intelectual, ningún escritor, ningún pensador, y a su manera Pepín no fue nada de ello pero todo al mismo tiempo. Algunos han hablado de él como catalizador de una corriente de vanguardia que se deslizó incauta y quebradiza en una tierra enferma, porque esa corriente tomó su forma e identidad de un grupo de personajes como nunca se ha parido en tan poco tiempo y en tan poco espacio. Pepín Bello decía que su persona era absurda porque su razón de ser había sido estar. Nunca se habla de Pepín Bello sin hablar de ellos. Es el que sólo estuvo. Tal vez por eso ha podido vivir 103 años de lucidez, de sarcasmo, de ironía fina, de alegría por haber vivido aquel instante, luego roto. Por recorrer las calles de Toledo en busca del vino de Yepes y de la máscara funeraria del cardenal Tavera, de los tugurios del Seco y de las chinches de la Posada de la Sangre. Con Pepín Bello muere la Orden de Toledo, y mi más sentido homenaje es nombrarle sin nombrar a aquellos que dotaron de sentido su ser público e inmortal. En un tiempo decadente, cabe la ínfima esperanza de pensar que todo es cíclico. Una palabra sola de Pepín Bello, en fin, tiene más valor que todos los gigas del cybermundo. Aunque esa palabra sea 'caca'.

Una reseña del libro de W. Forrest de mismo título con el subtítulo 'El carácter de la política griega, 800-400 a. Ch.'. Una invitación a leer esta obra maestra del ensayo histórico, editada por Akal en España el año 1988 y difícil ahora de encontrar. La foto es del autor de este blog en el teatro de Dioniso (verano del 2005).
Introducirse
en el desarrollo de la convulsa política griega descrita por W. Forrest en esta
obra que nos ocupa, equivale a penetrar en el sentido básico de la
transformación más trascendente del hombre occidental. En este periodo de
cuatro siglos, el espíritu griego avanza desde la moral del agón y del héroe
homérico, desde la sonrisa arcaica de los kuroi y la explicación mítica
del ser de las cosas, hasta la ilustración ideal que conduce durante el siglo V
a los mayores logros de aquel espíritu en los diversos campos del arte, la
literatura y la política.
Parece
ante todo que una idea esencial resalta por encima de todo lo que confiere
Forrest a las páginas de su obra: la desmedida ambición de una población como
la ateniense, madre de la democracia, inflada por las nuevas corrientes de
pensamiento y por su mismo éxito en empresas anteriores (como la lucha
panhelénica ante el enemigo persa), fue el terrible verdugo de la grandeza de
su espíritu. Y eso se detecta desde las primeras líneas, donde se ponen en
parangón la grandeza del drama trágico, máxima manifestación del ser ático, y
la absurda ostentación del poderío naval ateniense antes de la desastrosa
expedición a Sicilia el año 414. ¿Qué duda cabe de que esa era precisamente la
intención de Eurípides al poner en escena Las Troyanas?
Pero
para que se llegara a ese trágico momento, en que la derrota de Atenas en la
guerra del Peloponeso dejaría un estado de cosas tal que el dominio de la Hélade permanecería en
suspenso, hubo de dibujarse una secuencia de actos que tiene por protagonistas
esenciales a personajes claros, hombres como Solón, Clístenes, Efialtes,
Licurgo, Pisístrato. Este es un momento de la historia donde la iniciativa individual en
el contexto del demos, tiene la primera y la última palabra. Estoy
convencido de esto. Son iniciativas individuales las que cambian el estado de
las cosas en la Grecia
que viaja desde la moral homérica a la democracia ateniense. Y también estoy
seguro de que es el conflicto profundo entre el bello ideal del espíritu
ateniense y sus turbias consecuencias (desmedido engreimiento, demagogia) lo
que dejó a la Grecia
sin su más claro timón y, después, en manos del dominio tiránico de Macedonia.
Para
hacernos comprender el proceso que conduce a la desintegración de los sistemas
arcaicos, Forrest nos presenta como paradigma las revoluciones habidas en
Corinto, Esparta y Atenas contra grupos oligárquicos. Pero estas revoluciones
no siempre van a tener como resultado la desintegración de la oligarquía. Sólo
en Atenas se avanzará hacia la democracia. Tanto en Corinto como en Esparta, la
caída de las primitivas oligarquías dará paso a nuevos sistemas aferrados a nuevos
elementos desestabilizadores del demos: eso es lo que ocurre en Corinto,
donde la familia oligarca de los Baquíadas es destronada por Cipselo gracias al
apoyo de la clase hoplita. Ya tenemos aquí el estigma de sociedades que van a
basar su poder en el apoyo a líderes concretos de la clase militar: esto es lo
mismo que ocurre en Roma desde tiempos de Mario.
La
revolución de Esparta se fundamenta a su vez en la constitución del mítico
Licurgo. Forrest divaga unos cuantos párrafos acerca de la cronología de la
ley, y la importancia de esta divagación reside en la propia conclusión del
autor: si Esparta hubiera sido en todos los respectos un estado griego
normal no hubiéramos tenido dificultad en proceder a fijar con mayor precisión
la fecha entre el 660 y el 620. Sería inconcebible que una ciudad inferior a
Corinto se le hubiera adelantado tanto en su evolución política. Las
razones que nos aporta Forrest para rechazar tal fecha atañen a cuestiones de
índole sociocultural. Evidentemente, Esparta fue una sociedad arcaica en muchos
aspectos, aun durante el tiempo de la guerra del Peloponeso, y quizás quepa
afirmar que en franco retroceso cultural. La poesía espartana que conservamos
es la de Tirteo y el Partenio de Alcman, poesía del siglo VII. No hay
producto literario posterior. Y es que la legislación de Licurgo encerró a la
capital del Peloponeso en una única y paradigmática situación de servicio a la
fuerza en la guerra. La oligarquía espartana pronto tuvo a su merced, antes que
tuviera lugar la revolución, la fértil tierra adyacente de Mesenia. Lo que
siguió a esta conquista fue una lucha, como la de Corinto, entre los más
elevados estamentos del poder espartano que concluyeron en la estabilidad
aportada por las reformas de Licurgo (de las que es la gerousía su más
insigne símbolo). Es en esta estabilidad de sistema político, perenne a lo
largo de los años, a salvo de la demagogia e incómodos vaivenes, donde hay que
buscar uno de los fundamentales factores de la caída de Atenas frente a Esparta
en la guerra del Peloponeso.
La
misma situación podía descubrirse en la Atenas del siglo VII. Grupos de familias eupátridas,
oligarcas de buena cuna como los descendientes de Alcmeón, y un consejo supremo
que atribuía su fundación al héroe Teseo, el Areópago, dominaban la escena
política y económica de la ciudad. Pero aquí, la primera instauración de un
código legal, el de Dracón, no va a servir para reforzar el sistema
oligárquico. El resultado de las revueltas legales en Atenas va a ser la
aparición en escena de una serie de personajes que, haciéndose eco de las
necesidades de la población (y esta es la gran revolución, como la de los
Gracos en la Roma
del siglo II) van a permitir el camino hacia el sistema democrático que será la
piedra angular de la admiración que la Atenas del siglo de Pericles infundirá en los
tiempos venideros.
Poco
importa que las acciones de Solón, destinadas a liberar al pueblo del peso
abrumante de las deudas y a ordenar a la población según la riqueza detentada
por cada habitante, se vieran truncadas a corto plazo por la tiranía de
Pisístrato y sus descendientes. Entre los medios utilizados por este Pisístrato
para afianzar y recuperar su poder totalitario, llama la atención una anécdota
narrada por Forrest en el marco de su alianza con Megacles. Y llama la atención
porque resulta curioso, una vez más, el uso que hace el poder de la religión.
Forrest se limita a narrar esto, no lo analiza: una agraciada campesina,
disfrazada con el atuendo de la diosa Atenea, recorrió la región en carro junto
con Pisístrato, y circuló el rumor de que la diosa en persona traía de nuevo a
su favorito. No conocemos otro ejemplo en la antigüedad griega de un
descaro tal en la manipulación de las creencias religiosas. Sin embargo,
Pisístrato fue el instaurador de las distintas celebraciones que trajeron
consigo a la larga las manifestaciones artísticas que hoy todavía nos
conmueven: a las Dionisias se une el nacimiento de la tragedia y a las
Panateneas la grandeza arquitectónica de la Acrópolis ateniense. No
en vano, insiste Forrest, para el pensamiento ático, la época del tirano, no
dejó de ser nunca una especie de Edad de Oro, donde el trabajo pasó a ser algo
más que un medio de subsistencia.
La
amenaza persa y los hitos de Maratón y Salamina enseñan al mundo griego el
poder de la Atenas
Imperial. Vuelvo a aquello que esbozaba al principio: ¿cómo
un pueblo dueño del absoluto don de la belleza, como dice Pericles en el
discurso fúnebre que pone Tucídides en su boca, pudo caer en la inestabilidad
que proporciona la ambición desmedida? Parece claro, a juzgar por las palabras
de Forrest, que las reformas posteriores (la tribal de Clístenes, destinada a
recuperar la fuerza de los Alcmeónidas, el trato de favor ofrecido por Cimón al
demos), tendrían que venir a dar en dos resultados: la iluminación y el
desastre. En Esparta no podía haber demagogos como Cleón, el charlatán que nos
presenta Aristófanes como un vulgar salchichero.
En
este punto, el autor no se demora demasiado: si algo tenemos que reprocharle es
que no pase por la figura de Pericles más que de puntillas, atendiendo al
discurso de Tucídides, dejando incluso que se deslice la insinuación de que el
gran arconte no era más que otro demagogo. Que Atenas se dejó llevar demasiado
por su tendencia hacia lo bello, eso es algo evidente. Al menos los habitantes
que habían ido fraguando la gran revolución social que cristalizó en la
democracia. Pero no pueden olvidarse los hechos sucesivos, como parece hacer el
autor. Los yugos macedónico y romano se encargarán, finalmente, de renovar el
bello ideal de la belleza misma, y dejarán en la trastienda, por el momento,
las conquistas que el griego guerrero había conseguido hasta entonces.
Antonio Curado

Hoy he terminado, por fin, de leer 'Corazón de Ulises', de Javier Reverte, después de dos meses largos, acaso más. De ahí ese 'por fin'. Mas creo que es necesario, cuando uno tarda tanto en leer un libro, dar una explicación de esa demora, sobre todo si, como ahora, se intenta hacer público el acto de lectura a tanta gente como cabe en esta comunidad virtual. La razón fundamental no tiene nada que ver, desde luego, con otras lecturas lentas y espaciadas a causa del arte de degustar profusamente cada frase, cada verbo, cada palabra, en un acto sublime de temor por la transmisión poética. No. El libro lo he ido leyendo noche a noche, antes de dormir, normalmente tarde y debiendo madrugar, cansado ya. Y algunas veces 'Corazón de Ulises' me ha proporcionado la perfecta excusa para quedarme despierto más tiempo y estar hecho polvo al día siguiente. Otras me quedé dormido antes de pasar la página (¿recordás la canción de Lapido?). Pero si me quedaba despierto leyendo no era porque la pasión lectora se apoderara de mí. No. Era un profundo sentido de indignación el que me calaba hasta los huesos. Porque no he visto mayor desvergüenza que la de este señor en el negocio de las letras a día de hoy. Fíjense: hace tiempo que algunos cercanos me reprochaban mi nula preocupación por la literatura actual. Mi argumento básico es que a un tiempo limitado de vida y con tanto por leer, ¿a qué arriesgarme? Quedando tantas cartas de Cicerón, tanto siglo del oro, tanto Amiano Marcelino o tanto Borges, tanto Hegel o tanto Píndaro, ¿a qué viene desperdiciar el tiempo con autorías coeáneas que, tal vez me entretengan, difícilmente me trasladen a una instancia del absoluto? Pero acaso no me crees y tienes razón: es muy probable que dedique horas de lecturas a asuntos que no caben en esta rara tipología que acabo, desde lo clásico, por definir. Certo. Tiro por la borda muchas horas que podría dedicar a Tácito.
Sea como sea, me cogí este libro de viajes, en realidad lo recibí del mio caro amico Chule (viejo conocido de este blog). Tras mi último viaje a Grecia, nada mejor que rememorar lo inmortal a través de otro viajero con 'alma y corazón del hijo de Laertes'. Y me zambullo en una experiencia que significa, ahora, que ME NIEGO PARA SIEMPRE A LEER LIBRO ALGUNO DE AUTOR ESPAÑOL DE LOS ÚLTIMOS 25 AÑOS. Y nótese 'español', '25 años'. El libro es profundamente ofensivo para cualquier viajero, para cualquier amante de Grecia, para cualquier mínimo conocedor del mundo antiguo. Cojamos al azar alguno de los momentos cumbre de su falta de respeto por el espíritu de Ulises: la visita a Missolonghi, la ciudad donde Lord Byron vio con su muerte enaltecer la esencia de la libertad griega. Sita en la lengua de agua que separa el continente del Peloponeso, en el golfo de Patras, el pueblo no tiene más encanto que cualquiera de los pueblecitos que jalonan el sagrado camino hasta Delfos (nótese que no cuantifico dicho encanto...). Cualquier escritor (como él gusta llamarse) o amante de la literatura pisa Missolonghi por Byron, y en Byron se detiene. Allí reposa su corazón. Por eso va allí Reverte. Pero se topa con un grave problema: la lluvia. Rechaza un paraguas porque cree que no va a llover, y toda su estancia (y el pasaje) se convierte en un lamento por no haberlo cogido. Busca la iglesia de San Espiridón, donde tenía entendido que se encontraba el corazón. Allí no hay rastro. Y después de deambular y calarse hasta los huesos, topa con una casa que parece ser donde se alojó el poeta. Una mujer le explica que trasladaron el despojo a un monumento en el cementerio municipal. ¿Saben qué dice Reverte?: Mi pasión por Byron había tocado fondo. Regresé al centro de Missolonghi, tomé otro café bien caliente y esperé el autobús de Patras [...] y convine en que aquella zona de Grecia no era un buen lugar para escritores y que debía largarme cuanto antes de allí (p. 332). ¿Es posible que un individuo que se considera a sí mismo "escritor", en la tierra que vio morir a Byron y quedarse manco a Cervantes, se retire de la tierra sagrada, de la posibilidad de arrodillarse ante la tumba del poeta, porque se está mojando? El acto es ridículo en sí, el lenguaje en el que lo narra de ínfima calidad literaria (me recuerda algunas redacciones de mis alumnos de 3º de la ESO no pocas veces), y, lo peor, la falta de respeto hacia el amante REAL de la literatura, el que ha soñado con besar el suelo de Missolonghi, es infinita: como el tipo es tan viajero no es capaz de apreciar LO QUE SIGNIFICA UN ACTO TAN SUBLIME, por el que algunos morirían. Reverte, tu acto ensucia y contamina el recto camino de Naupacto. Las musas se avergüenzan de ti.
¿Saben lo que dice de las Musas Javier Reverte? Lean: todas ellas fueron coleguillas de Apolo, dios del equilibrio y de las leyes. Compartieron con él las moradas del Parnaso. Lo que hacían allí arriba, en las noches oscuras, el dios y las dulces musas, tan sensuales todos, está sin escribir y es tan enigmático como los misterios de Eleusis [...] es seguro que hay dioses que tienen más suerte que otros, como fue el caso de Apolo. Nacer guapo siempre ayuda con las chicas (p. 319-320). ¿Coleguillas? ¿Guapo? ¿Suerte con las chicas? ¿Sabe este tipo de qué está hablando? Del lugar más sagrado que existe para el espíritu humano. Reverte, eres un sacrílego lego y viperino. Te arrojaba de la cumbre del Taigeto por tu osadía. ¿Cómo puede utilizarse el adjetivo 'coleguillas' para referirse a las Musas? Es obvio que el pollo no las conoce, y que bien se le ha vedado su conocimiento.
Aparte de la narración de su viaje, donde no se corta un pelo por ridiculizar a algunos de los caminantes de la Hélade, en cuanto no le caen bien, algunas veces sólo porque no le apetece hablar con nadie (¡hazlo pero no lo digas encima jactanciosamente!), el libro pretende repasar los topoi míticos o históricos que jalonan los lugares que pisa: Pericles, los héroes homéricos, Jenofonte, Alejandro, los trágicos, los presocráticos, Leónidas, los Argonautas... cuando hace esto, es evidente que el "escritor" tira de Wikipedia, de Larousse o de cualquier bibliografía a disposición, y fusila todo, hasta los errores. Así descubrimos que Sófocles escribió 13 tragedias (p. 296, ardo en deseos de leer las seis que me faltan...) o que Platón defendió a su maestro Sócrates con un vibrante discurso. Esto último es terrorífico, porque demuestra un desconocimiento de la literatura griega devastador: para los que no lo sepáis, la Apología de Sócrates de Platón es una recreación del discurso de defensa hecho por el propio Sócrates ante las acusaciones vertidas contra él. La prosa, de Platón, el discurso, de Sócrates. Su tono coloquial es un insulto para la inteligencia no pocas veces (no estás escribiendo para parvulitos, querido), y su querencia por citar autores sublimes (Durrell, Miller, Jäeger...) encendería de rubor sus rostros inmortales, por lo extemporáneo y fuera de lugar que están todas y cada una de las citas: esta es la obra que explica cómo no se debe citar. Sólo por eso merece una lectura.
Javier Reverte me ha hecho un favor: nunca más volveré a caer en la trampa del resbaladizo best seller ramplón, aunque su sujeto sea Grecia. He aquí una patente prueba de que el planeta de las letras de nuestro maltratado país, está gobernado y en manos de un atajo de inútiles escritores, forrados hasta las trancas y burgueses de medio pelo que desconocen todo y de todo hablan sin respeto. A cavar zanjas los ponía yo.
Felices fiestas, lectores de 'El Bloggie de Kuratti'.
Antonio Curado, 24 de diciembre del 2005
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